El 9 de enero de 2018, me enfrenté cara a cara con la muerte. No la mía, sino la de mi suegra, Virginia Wilson, de 87 años. Ella tuvo un derrame cerebral en agosto del 2016 que la debilitó, dejando el lado derecho de su cuerpo paralizado y sin poder articular las palabras. Ella encontraba difícil aceptar su nueva condición limitada. Sin embargo, su amor por Dios y por su familia (especialmente por sus nietos) continuó brillando a través de las grietas de la vasija de barro que era su cuerpo (2 Cor. 4: 7-11).
Unos días antes de Navidad, su estado se deterioró rápidamente. Estaba más confundida, menos receptiva y más agitada. Una evaluación médica reveló otro derrame cerebral significativo junto con otras complicaciones. Ella no se recuperaría. Esta mujer que alguna vez estuvo llena de vida ahora literalmente se desvanecía diariamente ante nuestros ojos. Durante un período particular de 24 horas, ella pareció envejecer diez años. Su apariencia cambió de frágil pero con los dos pies en este mundo, a endeble con un pie aquí y el otro en el agua, lista para cruzar el Jordán. Fue extremadamente doloroso verla así. Fue insoportable, especialmente para mi esposa. Morir es feo. La muerte es horrible.
La muerte no tiene la última palabra, nuestro trino Dios sí.
En mis fantasías, me veo envejeciendo con gracia, sentado en mi silla favorita, siendo una fuente de sabiduría e ingenio para mi familia y amigos hasta el día de mi muerte. Y luego, lleno de años, con una mente sana y un cuerpo (ligeramente) más frágil, me escape una noche en los brazos de Jesús. (¿Lo deseo por mi propio bien o por el bien de mi familia?) Me doy cuenta de que algunas personas tienen esa experiencia y cuando el Señor lo da, es un declive con gracia y misericordia. Pero tal descenso no es la norma. Más a menudo el descenso es, ya sea una muerte repentina y violenta como un golpe o una caída terrible, o una agonía implacable: una pérdida gradual de la audición, vista, el gusto, el olor, la agudeza mental, la capacidad de caminar o siquiera poder comer.
Hay buenas razones de esperanza cuando los creyentes en Cristo se encuentran cara a cara con la muerte.
No hay muertes buenas. La muerte es el enemigo que cada persona enfrenta. Tomaré prestada una frase de Stephanie Hubach que dice que es una "parte normal de la vida en un mundo anormal", un mundo roto y torcido por la caída de la humanidad en el pecado. La muerte es un enemigo miserable e implacable, sin piedad. Pero la muerte no tiene la última palabra, nuestro trino Dios sí. El Hijo de Dios se vistió de carne y sangre, murió una muerte agonizante en la cruz y fue resucitado por el Padre a vida nueva mediante el poder del Espíritu, para que este enemigo finalmente sea derrotado. Pablo lo dice de esta manera cuando habla de la resurrección en 1 Corintios 15: 53-57:
“Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Pero cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: “Devorada ha sido la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde, oh sepulcro, tu aguijón?” El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley; pero a Dios gracias, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.”
No hay muertes buenas. Pero hay buenas razones de esperanza cuando los creyentes en Cristo se encuentran cara a cara con la muerte. Jesús entró en lo profundo de la muerte y se levantó triunfante de la tumba. Lo que fue verdad para Él será verdad para aquellos que están unidos a Él por la fe (Romanos 6:5; Romanos 8:31-39). La muerte no era el final de la historia para Él. Tampoco es para los creyentes en Cristo... incluyendo a Virginia Wilson.
Mike Emlet es miembro de la facultad en CCEF. Tiene un MD de la Universidad de Pensilvania y un título de MDiv del Westminster Theological Seminary. Trabajó como médico de familia durante más de diez años antes de unirse a CCEF. Mike está casado con Jody, y tienen dos hijos.
Traducido por: Ana María Iñigo
Comments